miércoles, 24 de noviembre de 2010

Presentación de Iván Quezada a "Baba" de Armando Uribe:

El capote de Uribe



Un maduro Dostoievski, hablando de la nueva literatura rusa de su tiempo, dijo: «Todos salimos del capote de Gogol». En nuestra época y país, tan poco literarios, podríamos decir que la poesía de Armando Uribe ha sido nuestro capote. Por mi lado, lo he seguido durante años con mucha curiosidad. Al comienzo, como les sucedió a numerosos chilenos, me interesó su manera de hablar en público. Sabía doblarle la mano a los periodistas, adoptaba poses favorables ante los fotógrafos, y se burlaba eficientemente de la frivolidad, piedra de tope de nuestras pseudos cultura y civilización. Estas últimas ideas, por cierto, me las enseñó él mismo: soy testigo de su cruzada anti Estados Unidos, desde donde (dice Uribe) vienen nuestros peores defectos. Pero en ese punto discrepo: creo que nuestra idiosincrasia también pone de su parte.
De cualquier modo, leí su áspera poesía cuando trabajamos juntos en la segunda parte de sus memorias. Fue un año entero de visitarlo una o dos veces a la semana, para grabar su monólogo, luego revisar los textos y editarlos. Con Uribe comprobé que los escritores con oficio y experiencia no se hacen líos con algo tan natural como la edición de sus escritos. Reconstruimos su vida y sus poemas y me convertí en su alumno de Poesía. Quizás parezcan demasiado autorreferentes mis palabras, pero no es tal: Uribe me enseñó que sólo tiene valor lo que se escribe desde la experiencia, aunque sean estupideces o banalidades. Él mismo ha escrito sobre el vacío, la nada y el aburrimiento. Sus circunstancias de vida lo han escogido, aunque  esos hechos son, asimismo, el espejo de su naturaleza.
¡Qué personalidad compleja y a la vez práctica la de Uribe! Conozco otros escritores de talento que nunca han publicado una línea, ya que sus aprensiones y tormentos les impiden tomar una decisión, o ponerse de acuerdo con alguien más. Uribe, no. Está siempre abierto a entenderse con lectores, diseñadores, otros escritores, artistas y editores. No pone trabas al diálogo y, aunque habla monopolizando los temas, siempre permite el espacio justo para que la opinión de otro intervenga en la suya. Me hubiese gustado recibir de él lecciones, también, de diplomacia. Pero quizás esta disciplina es intransferible o imposible de enseñar verbalmente. La gente cree que es un gruñón, pero, la verdad, esta actitud es el mejor ejemplo de su espontaneidad social. Si la reprimiese, su relación con los demás quedaría trunca.
Todo le sirve para tener la razón, o poner en duda su propio juicio, o su capacidad literaria. Como José Miguel Varas, su gran amigo, es un hombre de  humor serio, aunque celebra con entusiasmo un buen chiste, especialmente si es ingenuo. La ironía lo suele poner iracundo, discursivo, racional. Su mayor placer es recuperar una palabra perdida en el desván de su memoria. Si el vocablo le trae reminiscencias románticas (recuerdos de Cecilia, de bailes en que daba pasitos siguiéndola por la pista), guarda silencio, adusto como un personaje decimonónico… ¿quizás de Flaubert?
Como considera a la poesía una debilidad de su carácter, le interesan más los libros de ensayo, de política, derecho y buenas costumbres. Sin embargo, sabe reconocer a un poeta joven con valor y es, sin lugar a dudas, uno de los mejores historiadores de su Generación del '50. Para mí es un enigma qué discurre por su mirada cuando descifra los versos de un desconocido. Al parecer, tiene una escala de valores y la pone a prueba intuitivamente. A menudo, compara su trabajo con lo que lee y siempre el juicio favorece a su contrincante. Es generoso como crítico de arte, aunque a la vez disfruta a sus anchas, como cualquier mortal, de los chismes que se cuentan de los escritores.
Puedo afirmar que el Parque Forestal no sería el mismo sin Uribe como vecino. Su presencia es una bisagra con el pasado esplendoroso de la aristocracia letrada. Si uno se detiene junto al monumento a Rubén Darío, se presienten los pasos de Julio Barrenechea, Juan Emar, González Vera, o del extraño caso de Miguel Serrano. Sin embargo, con nuestro poeta uno obtiene algo mejor que la nostalgia: es la persona de carne y hueso, vociferante o meditabundo, dispuesto a creer en las más asombrosas historietas sobre el origen del país —más por su valor literario que histórico. Me acuerdo, por ejemplo, del hallazgo de Volodia Teitelboim, quien, cuando joven, habría descubierto que Hitler reclamó a Chile como una deuda de Europa con la grande y despojada Alemania de su imaginación. ¿Fue verdad u otra de las asombrosas invenciones de Volodia?
Para los neófitos debe de ser inconcebible su enorme biblioteca. Está por todos lados en su departamento, en las habitaciones, bajo las escaleras, junto a los muebles y sobre repisas tan altas, que los volúmenes resultan invisibles. Guarda todos sus textos; sin orden, es verdad, pero con religiosidad. Su organización no es la de un bibliotecario, sino la de un abogado: hasta las novelitas rosas cobran el aspecto de librotes de códigos en el universo cerrado de su bitácora. Cada obra, como cada palabra de las suyas, revela una anécdota, un buen o un mal momento, la cita con un amigo en un café de París, o la larga y tediosa jornada de trabajo en alguna universidad italiana de provincia. En Europa, fue un chileno trasplantado; y en Chile es casi un europeo en el exilio. Salvo por un detalle: su orgullo nacionalista. Defiende sus genes indígenas con pintura de guerra, y en esto revela su oculta pasión poética: cree en defender su originalidad identificándose con los más débiles de Chile, porque si no sus versos serían la repetición afectada de tradiciones literarias ajenas y que él conoce bien.
El criollo antiguo o viejo es su ideal primigenio. Se trata de un caballero conservador-liberal (a la manera de Andrés Bello), quien consulta a los curas sólo para oponerse a ellos y cree en que Chile tiene su puesto en Latinoamérica, con su castellano mejor que el de la península. No es un exaltado izquierdista, en busca de una causa noble que lo saque de su comodidad, sino un hombre de convicciones profundas, la principal de ellas: su derecho a estar en desacuerdo con todo. Machaca el presente dando los mejores ejemplos del pasado, aunque, privadamente, reconoce que siempre hubo algo errado en el nacimiento y desarrollo de la nacionalidad. Para esto, su mentor es Joaquín Edwards Bello.
En realidad, hasta ahora he escritos pincelazos sobre la personalidad de Armando Uribe, como para ponerme de acuerdo conmigo. ¿Esto es un perfil? Negativo. ¿Un ensayo? Sería una exageración. Más bien quiero ser agradecido con el autor de Baba. Después de muchos años (¡creo que ya suman 15!), en que he sido su discípulo sin serlo, me permitió editar un libro de poemas suyos. No me imagino un gesto más generoso de un gran poeta. Mi deber, por lo mismo, era grande: aplicar sus enseñanzas y a la vez demostrar que algo nuevo obtuve por mis medios. Conocía la precisión de Uribe y, por tanto, no tenía caso pensar en cambiarle una palabra. Pero, y siempre de acuerdo a sus ideas, la poesía se hace no con palabras, sino con sílabas, signos, fonemas o grafías. Por ese lado, había un amplio terreno para mi debate interno. Me puse el traje de relojero y renové mis lentes.
El estilo breve de Uribe quiere reflejar su desdén hacia la poesía y el testimonio. Me ha dicho, casi gritando, que los seres humanos no debieran vivir más allá de los 65 años; en ese período, uno ya habría realizado todas sus posibilidades, y luego sólo restaría ser una carga para el mundo. No obstante, el escribir lo mantiene vivo, le da una razón sobre la sinrazón. Aunque sean versos brutos, aunque invente vivencias para no guardar silencio. (La paradoja dice que, desde que algo se inventa, ya alcanza cierta realidad. El mejor ejemplo son los sueños: ¿alguien verdaderamente puede estar seguro de que soñó algo y no fue un engaño de su inteligencia al despertar?).
De modo que sus poemas, incluso los más obtusos, corresponden a un trance mental, que él verifica en los hechos de la vida cotidiana. Para editarlo tenía que revivir sus múltiples contradicciones, como se hace con el protagonista de una novela.
Me ha gustado Baba, aunque al principio porfié con su título. Desde luego, profiero algunos poemas por sobre otros. Me inclino por los más simples en su sentido y significado. Con ellos pasa revista a sus sentimientos más hondos, los mismos que hicieron dichosa su infancia y melancólica su adolescencia. La progresión es conmovedora, evoca sensaciones que se van diluyendo en la arena de los días, pero que el verbo puede rescatar por un segundo y hacerlas estallar como fuegos artificiales, que sólo presencia el poeta. Entre sus libros de su período reciente (es decir, las colecciones dedicadas a su encierro), Baba es de los más singulares: misceláneo y humorístico, amargo y musical.
Cuando le entregué el primer ejemplar, su comentario fue: «Es un libro curioso». Necesito decirles a los lectores que todos los errores que pueda contener son míos y las virtudes de él. El luto de su portada y contraportada, como también sus imágenes góticas, fueron a propósito; nos dejamos llevar por una malicia irresistible y que el propio Uribe disfruta. Nos sentimos como fabricantes de juguetes, y creemos que esta obra quizás se dirige a unos niños un poco siniestros y proféticos.

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