martes, 3 de mayo de 2011

Lou, historia terrorífica en letras amables

Claudio Rodríguez Morales


         La lectura de “Lou”, novela del escritor chileno Juan Colil Abricot (Santiago, 1966), me arrojó dos ideas que intentaré relacionar de manera antojadiza. Primero, pensar en la forma de escritura ligada a un tipo de ética personal, como sostiene el historiador inglés Paul Johnson a propósito de la obra del escritor Ernest Hemingway, aquella donde los personajes, a pesar de su parquedad expresiva, recurren a un par de frases punzantes, ojalá dentro de un mismo párrafo, para entregar su filosofía de vida ante los problemas que les presenta el destino (y que puede ser un personaje tan o más malvado que los de carne y hueso). Haciendo la salvedad que al autor de “Adiós a las armas” y “Por quién doblan las campanas” no se le considera un representa propio del género negro pero sí proclive a recurrir a sus “materiales de construcción”, es en las narraciones clásicas de autores como Raymond Chandler, Dashiell Hammett y más ligeras como de Mickey Spillane, donde podemos encontrar ejemplos de esta escritura ligada a la ética personal, capaz de hacerle frente a las contradicciones de una sociedad opresiva, corrupta y, era que no, capitalista.

          Y la segunda idea tiene que ver con el comentario repetido hace dos décadas en cuanto a que la literatura nacional tiene dos tareas pendientes para nuestros escritores: crear “la novela” sobre Santiago de Chile y “la novela” sobre la dictadura de Pinochet. Si ambos desafíos coincidían en una obra, tanto mejor.
         Recuerdo que durante los ochenta hubo varios intentos de lograr este cometido, algunas con el nombre de la capital puesto en sus títulos. La crítica, en la mayoría de los casos, los decretó como intentos fallidos y otros como pequeños aciertos. Después de aquello, la producción novelística siguió su curso con sus altos y bajos, con el género negro incluido.    
         Así llegamos a 2007, con la publicación de la novela Lou, ganadora del primer lugar del concurso Mago Editores de ese año. Juan Colil Abricot, a través de su personaje principal –un detective privado con estudios de pedagogía, que pasa por un período de trabajos esporádicos y poco motivantes-, es contactado por un ex compañero de universidad, fanfarrón y exitoso, para que proteja a su hija bailarina de las represalias de sus enemigos, afectados por sus investigaciones periodísticas demasiado punzantes (los casos policiales de los últimos años son mencionados al pasar y logran imprimirle un aire de vigencia a la historia, como si quisiera pisarnos los talones o embestirnos como si fuera la carrocería de un bus Transantiago). El narrador principal recurre a una suerte de ética particular, despojada de todo tipo de adornos, para adentrarse, con la mayor honestidad posible, en los vericuetos de un caso (con las correspondientes muertes, tragedias, mentirosos de profesión, mujeres misteriosas, hijos no previstos, progenitores postizos, dinero, ingredientes que toda historia debe incluir, si pretende convertirse en digna del género en cuestión), cuyas implicancias se remontan, de una u otra manera, a la dictadura. O, al menos, con sus colaboradores y funcionarios. Quién puede discutirlo: los agentes de seguridad y sus barrabasadas son material de trabajo para Colil y este autor lo hace con oficio.
La pregunta que me surge en estos momentos (puede que fuera de lugar, lo dejo a discusión) es si  es realmente necesario escribir pantagruélicamente para obtener alcance universal. A estas alturas del partido creo que no, pese a reconocerme seguidor de las novelas totalizantes de Mario Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes y compañía.

  Aquí tenemos, en cambio, una novela breve, de género negro, de prosa certera, rápida, de giros inesperados, personajes con dobleces, con múltiples máscaras (una suerte de filosofía a lo José Donoso, pero más digerible y menos retorcida). Un caso abre la puerta a otro caso, las intenciones originales derivan en otras, siempre a punto de perderse el control, pero, al mismo tiempo, recuperándolo. Después de todo, estamos ante un investigador privado algo fracasado, un poco solamente, pero con una ética a prueba de balas, herramienta con la cual va desenhebrando la madeja, aunque sea de diferente textura y color que al inicio, cada vez más oscura y sucia, por la mezcla de maldad y smog circundante.
             Mientras la historia del detective avanza, por otro lado, se intercalan pequeños capítulos de personajes colaterales que van entregando antecedentes relevantes del rompecabezas policial, como una manera de evitar una historia demasiado lineal. Algo que a nuestro autor, al parecer, le interesa que quede claro: Colil escribe para el siglo XXI. Osvaldo Soriano y  James M. Cain ya tuvieron su tiempo y espacio. 
Colil se enmarca en una tradición cada vez menos silenciosa de autores del género negro en Chile como Ramón Díaz Eterovic, Francisco Simon Rivas, Roberto Ampuero y Luis Sepúlveda (cuando el ovallino abandona el ecologismo y las aventuras a lo Hemingway, y se adentra en lo policial como ocurre con su novela “Hot Line”), los inicios de Jaime Collyer, Gonzalo Contreras y Carlos Franz. Pero al mismo tiempo, tenemos un elemento adicional: estamos ante un autor que respira la ciudad como nadie, calles principales, callejones sin salida, construcciones del casco antiguo, boom inmobiliario, avenidas de gran velocidad, taxis al vuelo, comida mal digerida, universidades e institutos con vocación de callampas, talleres de autorrealización y tugurios de mala muerte. Es en este punto donde ligo al autor con la tradición de la literatura de los bajos fondos de Luis Rivano, Luis Cornejo u Armando Méndez Carrasco, pero un estilo más refinado y cuidadoso. Sus colegas escriben como “choros” mientras Colil Abricot como “chute”, según la definición clásica de escritores de acuerdo a su rudeza o don de gentes.

 Lou presenta un Santiago vigente, con urgencia periodística como decía antes, llevada a su máxima expresión en la escena final, donde la mendicidad se convierte en un mecanismo de sobrevivencia y uno de los puntos altos de nuestras letras.
Estamos ante una valiosa pieza narrativa, no sólo del género negro sino también nacional, donde la urbe y la herencia de violencia acumulada en sus calles se respiran en cada página. La prosa de Colil Abricot hace que todo se vuelva más digerible y esto me lleva a una nueva asociación antojadiza: las composiciones de Álvaro Henríquez, donde una letra truculenta puede seguirse al ritmo de palmas y pies. Del mismo modo se leen los horrores de la historia de Lou.  

Juan Ignacio Colil Abricot, Mago Editores, Santiago, Octubre de 2007, 136 páginas.


domingo, 1 de mayo de 2011

Palabras de Juan Manuel Roca en el velorio de Gonzalo Rojas

"Manojo de silencios para Gonzalo Rojas"

(Palabras de Juan Manuel Roca en el velorio del poeta)

Si hay algo a lo que siempre se opuso Gonzalo Rojas Pizarro fue a convertirse, como tantos otros peregrinos de la poesía, en un novio de la muerte. Para ello, no se blindó con la coraza del miedo sino con la razón de quien sabe sacar del socavón de los días, como lo hacía su padre minero, trozos de luz para ayudarnos a habitar, por un tiempo más, el oscuro laberinto.

Creo que Gonzalo sigue ejerciendo su carácter libertario, ese que lo llevaba a festejar la infancia del relámpago, su fugacidad atronadora. “Los días van tan rápidos”, solía decir, devorado por un hambre de lejanía y una sed de mañanas.

Volvemos a su poesía como se vuelve a un pozo de amor y libertad. Ahora mismo esconde tras su sonora risa, un par de alas, la voz de quien oficia la religión sin feligreses que es la verdad. Una verdad pulsada y diseminada sin otro beneficio que agitarla, una verdad inventada a riesgo de ser declarado reo ausente de la más mísera realidad.

Por esa vocación de habitar y ser habitado por la verdad y por los otros, es por la que pudo expresar con llaneza su “Paul Celan soy yo”, como poniéndose en la piel de uno de los amenazados por las manos sucias y necrosadas del nazismo. Por esa misma vocación siempre sostuvo un pulso con los que se abrogan el derecho a matar o desparecer, decisiones que toman mientras miran con impaciencia su necrómetro.

Nunca, antes de que me tropezara con Gonzalo Rojas me encontré con alguien tan indiviso entre el decir y el hacer. Entre el hablar y la escritura. Entre el pecho bien habitado y el ademán fraterno y generoso que tenía para sus congéneres poetas.

En uno de sus tantos espléndidos poemas, “Cuerdas inmóviles”, nos conmina ante el ausente a no llorar, “¿qué sacan con llorar?, /con ser, qué sacan?, el resurrecto es otra cosa/ y ahí va remando despacito”. ¿Por qué no pensar que Gonzalo Rojas rema ahora despacito, como un barquero de sí mismo? Yo lo veo al remo de sus versos, de esa gran barca de imágenes espléndidas con las que nos dotó para el camino.

Gonzalo, aunque usted nunca entendió la poesía como un ejercicio de mesianismo, bueno es decirle que más que como una prótesis, que más que como un remedio de un viejo terapeuta de los caminos, su palabra y sus sonoros silencios viven en nosotros, hasta nueva orden.

Santiago de Chile, abril 27 de 2011.